El banquete del alacrán 

 

La compañía del capitán Pinilla, uno de los más conocidos guerrilleros de la Sierra de Falcón, llegó esa mañana al conuco del negro Manuel; sus nueve muchachos y su mujer vieron cómo los hombres del capitán Pinilla caminaban por los previos de sus sembradíos y aplastaban las matitas de maíz que la pequeña Marcelina había sembrado dos días atrás. Ella y sus hermanos habían escuchado de las grandes proezas y batallas que hombres como Pinilla habían librado en nombre del pueblo. La lucha por la libertad de los pobres y la igualdad de los campesinos como su papá, era su principal bandera. La emoción de sus hermanos y sus sueños y juegos de guerra con falsos fusiles de palo que su padre, el negro Manuel, les había hecho, estaban cobrando vida. Marcelina vio a los hombres de Pinilla, chicos no mayores que su primo, que hasta hace un año jugaba con ella, cómo rodeaban la casa haciendo guardia mientras el capitán hablaba con su papá. Los soldados vieron a los niños con los palos y sonrieron al ver la cara de los pequeños cuando estos veían las armas de verdad; de hecho, el mismo soldado que le sonrió a Marcelina, le prestó su fusil a su hermano Juancho (este casi se caía al tomarlo, y comprobar que el arma era más grande y pesada que su joven saco de pellejo). "Viva la revolución" gritaba el niño mientras intentaba mantener el equilibrio con el fusil terciado. La mujer del negro Manuel se acercó hasta donde estaba su marido y el capitán. La conversación era amena y jocosa. 

"Caray negro que bueno verte tan bien y con tu muchachera tan sana. Eso me alegra. Esos serán los próximos soldados que llevarán a cuesta la revolución. Por ellos y por ustedes, los hombres del campo, es que tomamos las armas y nos echamos al monte para pelear en contra de este gobierno capitalista vendido al imperio Yankee" decía el capitán mientras tomaba por el hombro al negro Manuel y le sonreía a su mujer. "Pero negro, ¿qué pasó con tu hospitalidad? ¿No me vas a ofrecer un trago del cocuy ese tan sabroso que haces aquí?" El negro Manuel se levantó enseguida y fue hasta su alambique, sacó cinco jarras del licor más esquicito que puede destilarse del agave cocuy y los llevó hasta donde el grupo se aglomeraba. El capitán y sus hombres bebieron y se sintieron en el cielo con cada trago. La mujer del negro Manuel, mató a tres de las últimas gallinas que le quedaban y cuatro de sus pollos para hacer el mejor sancocho que se puede condimentar con los ajíes y el cilantro que crece en aquellas tierras, y que mandó a buscar con sus muchachos. Mientras Marcelina ayudaba a desplumar las aves, el resto escarbaban en busca de yuca, ocumo y otros tubérculos cosechados por su madre; las zanahorias y papas criollas fue lo más difícil de producir, pero luego de años de intentos fallidos Manuel y su mujer lograron cosechar todo lo necesario para su sustento. Once bocas alimentaban el negro Manuel y su esposa, sin contar a todo aquel que le llegaba pidiendo comida. 

Su mujer montó el budare y Piló en menos de una hora todo el maíz necesario para preparar las arepas más redondas y esponjosas que el capitán y sus hombres habrían de comer jamás. Mientras esperaban que el sancocho y las arepas estuviesen, los hombres del capitán asaltaron las matas de mangos y cambures que el negro Manuel cuidaba todos los días para vender en el pueblo: "Los mangos más firmes y dulces, solo superados por tus guineos, negro. Que buena mano tienes para trabajar la tierra" le dijo el capitán Pinilla. Los nueve hijos del negro Manuel, tenían prohibido comerse esas frutas sin permiso, solo podían comer los que caían al suelo o los que les daba su padre.  "Caramba negro, ya te quedan pocos animales. Juraría que tenías más gallinas la última vez que vine. ¿Sabes que hay soldados del gobierno paseándose por esta zona? Si ves algunos me lo dirías ¿no?" El negro siempre afirmaba con la cabeza y con una sonrisa de oreja a oreja. Los soldados seguían comiendo y bebiendo. Jugaban a la guerra con los niños y otros al fútbol con un balón viejo y relleno de trapos, único juguete que los hijos del negro Manuel tenían. Pasaron la noche de fiesta, los niños durmieron todos en un cuarto con su madre mientras los soldados, el capitán y el negro Manuel pasaron la noche alrededor de una fogata bebiendo y comiendo el resto del sancocho y asado que les llenó sus panzas ese día. Ninguno de esos hombres volvería a probar una sopa tan reconfortante para el alma como aquella que les preparó la mujer del negro Manuel y su hija mayor Marcelina. La noche fue larga pero agradable…

La mañana siguiente, antes de que los niños se levantaran y el único gallo que quedaba en el conuco cantara, Marcelina se paró con ganas de ir al baño, las noches frías de la sierra le provocaban micciones muy tempranas. Se levantó sin que nadie la notara y se escabulló detrás de la casa hasta la letrina. Encerrada en aquel pequeño cuarto vio por una rendija de la puerta a su papá y al capitán Pinilla hablando: aquel hombre de tes blanca, con un tatuaje de un alacrán en el cuello, de ojos pardos, contextura regordeta y con correas llenas de balas alrededor de su cuerpo, tomó a su padre por el hombro y le dijo con una voz muy tranquila: "Muy rico y sabroso todo, negro. Pero nosotros venimos fue a matarte". La oscura piel de Marcelina palideció al ver que el capitán sacaba un revólver y le disparaba en las sienes a su padre, cayendo éste al suelo tropezando con la puerta de la letrina abriéndola y exponiendo a la joven Marcelina sentada en el retrete. En la oscuridad de la madrugada a punto de amanecer con el canto del gallo pinto, solo se veía lo blanco de los ojos de la chica. El capitán vio a la joven y dijo: "¡viva la revolución! Alimenta Yankees". Inmediatamente dio la orden de que agarraran las botellas de cocuy que quedaban y los animales para emprender la marcha. 

Marcelina, su madre y hermanos enterraron esa mañana al negro Manuel. En la cruz una tabla con las palabras escritas con la letra de Marcelina y lo poco que aprendió en la escuela que les quedaba a dos horas a pie: "Manuel Revilla, esposo y padre, y dador de alimentos a revolucionarios, a soldados del gobierno y a todo gorrero que le pidiera".

 


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