El pacto

Aquel viejo fue perdiendo la luz gradualmente. En su juventud veía a lo lejos como los conejos, 

que iba a cazar con su padre, asomaban las orejas por las madrigueras, así como también los multicolores que destellaban de los pequeños bisures que le gustaba perseguir por los patios de las casas de sus vecinos. Luego, los rayos del sol comenzaron a opacarse y los colores del mundo cada vez se tornaban en un gris frío y desolador. A los 34 años ya solo formas y figuras vagas se vislumbraban en sus ojos. La vista pasó a un último plano entre los sentidos que usaba. Hasta que ya después de tanto tiempo en penumbras era como si nunca hubiera abierto los ojos para ver el día. 

Los recuerdos de los colores eran lo que más lo agobiaba: el azul del cielo. Lo amarillo del sol. El granate de las granadas de la mata que tenía en su patio y que desgranaba junto a su mamá. El verde del cilantro, que al olerlo en las sopas de los domingos más le dolía el recuerdo; hasta el negro azabache del cabello de su mujer era un recuerdo doloroso "es que no es lo mismo el color negro que la oscuridad que vivo" se repetía muchas noches. Y en su mente, lo que más destellaba de colores eran las pequeñas lagartijas que había cazado en su niñez. 

La vida le jugó mal. Sus ojos, en otrora muy audaces en la caza, dejaron de serle útiles por una enfermedad en su sangre. 

El viejo contempló cada día desde sus últimos destellos de luz con una apatía inconsolable, hasta que, un día, su nieto fue a vivir con ellos. Desde que su hijo se había ido para no se sabe dónde, una mujer a quien había dejado en cinta no había visto al padre de aquel amante fugaz. Rodrigo, el niño de seis años, era muy despierto y vivaracho. Le gustaba hablar y escuchar las historias que el viejo ciego le contaba. 

_Hagamos un trato -le dijo el viejo en tono negociador al niño- Yo te cuento mis historias pero tú me acompañas a salir y me vas describiendo todo lo que veas. 

_¿Todo lo que vea? - respondió el niño con cara de sorpresa-

_Sí, todo. Con lujos de detalles. No te debes quedar nada. - El viejo estiró la mano al vacío buscando cerrar el trato con el niño-

_Ok, trato hecho -el niño se escupió la mano y saltó a tomarle la mano al viejo. 

Una pequeña mano húmeda estrechó la mano arrugada del viejo, y aunque le sorprendió sentir la baba escurrirse entre su palma, no pudo dejar de sonreír de gusto. 

Desde ese día el viejo y el niño fueron inseparables. Más por el pacto con saliva que por el abandono de la mamá que, en su extrema pobreza, no lo quiso tener más y por eso lo dejó al cuidado de los abuelos y de la tía (la hija menor del viejo). 

El viejo le contaba las historias de su infancia, y de cómo cazaba conejos con su papá y sobretodo, de sus aventuras tras la lagartijas escurridizas que tenían tantos colores. El niño le encantaba cada historia, cada detalle de lo que el viejo le contaba, y cada vez en sus salidas, el niño se esmeraba con más ímpetu en los detalles de sus narraciones. Desde el color de los mangos y frondosidad de los árboles, hasta las formas de las chicas que pasaban por su lado. Durante meses el niño y el viejo caminaban tomados de la mano por el barrio donde el chico narraba todo lo que veía para luego pasar al porche de su casa y sentándose, el viejo en su mecedora y el niño cruzado de piernas en el suelo o acostado apoyado de sus manos veía al viejo contar sus historias "...por acá había bastantes de esos bisures, tan coloridos. Lo que pasa es que la gente los mata. Ojalá puedas ver uno de esos para que veas lo bonitos que son" le dijo el viejo al final de una de sus narraciones. 

En ese momento de sus vidas el intercambio era total. El niño vivía con las historias que el viejo le contaba y el viejo volvía a ver con los ojos de la infancia. Un rayo de luz se asomaba en esa grisácea vida. 

Hasta que una mañana, el niño le pareció ver un pequeño rayo cruzar la sala de la casa. Lo vio claro como en las historia de su abuelo. Lo siguió con la vista hasta el porche y vio como se escondió entre las hojas secas del jardín. Fue tras él con la emoción de poder capturarlo como su abuelo lo hacía de niño. El pequeño rayo multicolor se deslizó entre las rejas y pudo detallar la belleza del animal y, sin pensarlo fue a agarrarlo. La pequeña lagartija salió disparada al medio de la calle y como por una fuerza indescriptible, Rodrigo se movió a mayor velocidad que su presa. Lo logró tomar por la cola y lo cubrió con sus manitas. "¡Abuelo, abuelo. Agarré a uno de esos rayos que tú cazabas!" La alegría del niño no cabía en su cuerpo. Saltaba en medio de la calle con la lagartija entre sus manos. Y absorto en su proeza, no vio el camión que venía...

El viejo desconsolado, solo pudo escuchar el alboroto en la calle. Ya había perdido sus ojos por segunda vez en su vida pero, esta vez nada podría reemplazarlos.


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